7.29.2008

EL HOTEL


(A mi papá)

Por
Juan Esteban Villegas

Eran las cinco y dieciséis minutos de la tarde cuando tocó a mi puerta. El hotel en el que me hospedaba - ubicado en pleno centro de la ciudad - tenía nueve pisos, una fachada sin graffiti, ofrecía desayuno gratis y sus precios resultaban insultantes de lo baratos que eran. Al llegar al lobby, percibí un fuerte olor a amoniaco que, a medida que la empleada de oficios varios pasaba el trapeador, se intensificaba más y más. Todavía recuerdo la cara que puso cuando vio como yo fui dejando tan campantemente las huellas de mis tenis de tela tatuadas en los baldosines. Mas que de desconsuelo, fue de pura rabia, de brusquedad. Me refiero a la cara de ella.

La habitación era pequeña pero tenía lo indispensable: escritorio, cenicerito, lamparita de noche, televisor (sin control remoto, eso si), una cama bien tendida con sabanas blancas que olían a nuevo, y un enorme ventanal cubierto por una gruesa cortina negra que ya estaba blanca de tanto polvo. En el baño, que tenía paredes color azul-bata-médica, fue donde la cosa, literalmente hablando, se puso peluda. La ducha y el sanitario, fuera de tener un montón de marcas ocres, tenían pelos esparcidos por todo lado. Pelos rojos, rubios, negros, tinturados, lisos y rizados. Lo mismo con el lavamanos y el jabón. Otro hubiese abandonado el hotel de inmediato, pero como yo tan solo iba a pasar una noche, me hice el de la vista gorda. Además no tenía mucha plata. Ni la tengo ahora.

Recuerdo que, días antes a mi viaje, lo llamé para avisarle que iba. Eran muchos años sin verlo. Al abrir la puerta, me encontré con un tipo de un metro setenta y siete de estatura, delgado, de piel cobriza casi morena, con un rostro enjuto y cuadrado. Su quijada, al igual que la de un caballo, se le marcaba por entre las carnes de su cien. Cejas reteñidas y nariz recta. Lucía árabe. Vestía normal: tenis converse, un Levis 505, y una camiseta blanca de manga sisa y con una leyenda que rezaba: El hombre es un ser extraño: Nacer no pide, vivir no sabe y morir no quiere. La reparé por unos segundos.

- Unos dicen que es de Dadá y otros que de Facundo Cabral. ¿Sabés de quién es?
- Entrá - le respondí de manera rápida para no darle una chance más de preguntarme si sabia o no quien era el autor. Nunca me ha gustado que me pregunten algo sin yo saber la respuesta.

Aventé la puerta con tal fuerza que el espejo que colgaba de esta tambaleo por unos segundos. Puse a hacer café. El, de su mochila Lesportsac, sacó tres cajetillas de cigarrillos Boston. Su cara, sus largos dedos, sus ojos color azabache. Me costó trabajo creer que aquel joven, ya con barba, fuese ese bebé a cuyo parto yo había asistido ese sábado de hace más de dos décadas, pasado el medio día.

Notó mi asombro.

- Vos también has cambiado bastante – me dijo mientras le quitaba el papel celofán a una de las cajetillas. Me ofreció un cigarro.
- No tanto como vos. Que hace que tu mamá, sentada en la sala de la casa escuchando boleritos de Manzanero y con una felicidad mayor a la de saber que iba a tener un hijo, le dio por comerse esa chocolatina jumbo jet con maní - exclamé entre labios mientras intentaba prender el cigarro.

Me puse de pie y me dirigí a servir el café.

- No me sirvas a mí. Yo tomo del tuyo.

Aquello se me hizo raro. Su dentadura, tan similar a la mía, me decía que el café era lo suyo. Es mas, en ese instante, recordé como entre sus siete u ocho años, el se sentaba en el corredor de la casa de su abuela, apoyando su espalda sobre una pared llena de trazos hechos con crayolas, y con la misma delicadeza que tiene un músico para coger su instrumento, el agarraba el vasito verde de las tortugas Ninja que su mama le había comprado simplemente por que si, y disfrutaba de su café oscuro. Volví a la mesa con dos tazas, confiando en que cambiaría de opinión.

- No habían pasado 20 minutos de que mi mama se hubiera comido esa chocolatina, cuando le dio por vomitar. A la hora yo ya estaba entre sus brazos. Por mas trágico y exagerado que parezca, es muy duro caminar por la calle sabiendo que un vomito sirvió de preludio a lo que tu registro civil se refiere como fecha de nacimiento.
- ¡Ahhhh! No te las vengas a dar aquí de sufrido – aduje.
- No es que uno sea trágico hermano, sino que vos nacés y la tranquilidad se va al carajo, no hay más vitalidad, no más silencio. Ese mundo que existe por fuera de esa oscura, húmeda y estrecha cueva a la que la maldad no tiene entrada no tiene nada que ver con un nacimiento. Es como una muerte a la inversa, ¿me entendés?

Yo fumaba como puta detenida. Mientras sacudía las cenizas que habían caído sobre mi jean, la escena de cuando su cabeza se asomó por entre los labios mudos de su madre se me vino a la mente. Disfrazado de bebé, ese joven que tenía frente a mí, fumando y tomando café de mi misma taza, lloraba con pasión, daba ciegos manotazos al aire, con cierto halito de impotencia, y temblaba como cuando uno recién sale de una piscina con frío. Y entonces comprendí que el único momento en el que el llanto de un humano es verdaderamente frontal y sincero, es el que éste manifiesta cuando su mamá lo tira a este mundo. Él con ganas de volver a su nicho, su templo, y su madre puje que puje para que luego un tipo de bata azul y manos bruscas forradas con material condón lo cogiera por las piernas y le cortara aquella partecita de su alma que había hecho de su ombligo su casa. Sus eternos instantes de recogimiento y soledad uterina se diluyeron como Alka Seltzer en las lágrimas de felicidad que parrandeaban sobre los pálidos cachetes de su progenitora. El siguió manoteando, gritando, pero todo esto fue en vano: las victoriosas eran ellas dos, su madre y la paupérrima vida (¡que tanto me cuesta llamarle vida a eso!) que existía de su vientre para afuera. Con el pasar de los minutos, él, ya calientito entre una sábana, se dio por vencido y durmió con furia. Su rostro arrugado me lo confirmó.

Volví en si. El cenicero no podía con más colillas. Mi frente y cuello eran todos sudor.

- ¿Sabés por que vine? – indagó. Le alcé las cejas y recogí mis hombros.
- Vos sos de las poquitas personas con las que yo puedo conversar sin tener que decir una sola palabra.

Se rascó un codo, corrió hacia un lado la tupida cortina y asomó su cabeza. La farola de la calle le dio justo en su rostro. Tenia la palabra angustia escrita en su frente.

Tomé un buche de café y me dirigí hacia el baño. Al ver los pelos que nadaban en el sanitario, pensé nuevamente en el día de su nacimiento; esa cara de desconsuelo, tan similar al de la empleada de oficios varios del hotel, se hacía más notable a medida que su cuerpo se deslizaba por entre las piernas de su mama. Recordé también como mordía los pechos de su madre. Aquella era una escena que reflejaba un amor tan blanco y puro como la leche misma que él saboreaba. Lo lindo de todo esto fue que él no abría los ojos; era como si no sintiera la curiosidad de ver a su madre, a la gente que lo rodeaba, al mundo del cual era ya parte, curiosidad de ver que ropa le habían puesto (nada de ropa azul. Lo suyo fue todo rosado. Desde la primera ecografía, el médico siempre dijo que iba a ser una niña. Nadie esperaba un pene más en la familia. De hecho, nadie esperaba nada. Si usted analiza bien las cosas, se va a dar cuenta de que para la gente, una criatura en camino es como cuando se va la luz en las casas: todo mundo anhela que llegue, pero cuando llega nadie le da importancia alguna).

- ¿Estás tirando paja o qué?

Abrí los ojos. Me pareció que su voz provenía del baño mismo. La taza estaba toda meada.

- Ya voy, este inodoro está taqueado – mentí mientras la limpiaba.

Tras sentarme nuevamente en la mesa, me ofreció otro cigarro y me preguntó si quería más café. Le dije que sí. Noté que tanto su cremallera como la mía estaban abajo. O casualidad o mariconada, pensé yo. Cuando volvió con el café, ya la tenía arriba. Yo aproveché para hacer lo mismo.

La habitación no tenía aire acondicionado ni ventilador. Una ciudad con temperatura promedio de 28 grados centígrados no necesitaba de esas vainas, pero la humedad de esa noche estaba realmente insoportable; solamente faltaba el olor a pescado e inmundicia para que pareciésemos estar en una de esas ciudades del litoral colombiano en donde la seguridad democrática de Uribe no existe.

- Solamente a nosotros nos da por tomar tinto con semejante temperatura- exclamó con sonrisa postiza mientras se quitaba la camisa. Lo imité.

Su torso parecía una calle con policías acostados. No había cambiado mucho con relación a cuando tenía cuatro meses y esa huesamenta, sin vergüenza alguna, se develaba por entre sus carnes. No comía, lloraba, se asfixiaba, había que nebulizarlo. Sus pulmones le reclamaban una paternidad que no le correspondía. Tos ferina, bronquitis y neumonía. Su madre lloraba día y noche. Ni leche le salía. Aprendió a decir “Klim” antes que “mamá”. Las costillas se afianzaban cada vez más a su carne. A sus cuatro meses de edad, pesaba menos que cuando había nacido. No había carne ni madre. Ella está absorta en su dolor y él la entendía. Todo él era oxígeno, mangueras por doquier. Vivía trabado, en las nubes. Intentaba abrir sus ojos pero la luz blanca del hospital lo enceguecía; ahora si quería ver el mundo que tanto odiaba, deseaba conocerlo, explorarlo, deslizarse por entre sus rincones para así sustentar su desprecio. Cagaba, vomitaba y lloraba. Lloraba mucho. Más que el culo, el pañal le laceraba el alma, lo ataba a un mundo que era suyo precisamente por eso, por que no lo era.

Haciendo carrizo, y con cigarrillo en boca, comenzó a darle golpecitos a la mesa con los dedos de su mano derecha. Tenía la camisa terciada al hombro. Se dirigió hacia la cama y abrió mi mochila.

- Yo no sabía que te gustaban los boleros.
- Solo los cantineros, los que huelen a bilis - le dije.

Conectó la grabadora (yo no la había visto) que estaba en una de las mesitas de noche y puso a sonar uno. El día en que cruzaste por mi camino, tuve el presentimiento de algo fatal….esos ojos, me dije, son mi destino, esos brazos morenos son mi dolor.

Nos miramos el uno al otro. Ambos sentimos el cimbronazo.

- Escuchar a Emilio Pacheco, sin trago, es como cortarse un dedo, ir donde el doctor, pero no querer mostrárselo – dijo él.
- Ya que le dio por esculcar mi tula sin pedir permiso, termine de requisarla – repliqué.

Una media de ron. A la mierda con el tinto. Se abrió otra cajetilla de Boston y el añejo comenzó a rodar. Felipe Pirella, Leo Marini, Vitin Aviles; uno tras otro, sin dolor alguno, al igual que los tragos.

Como olvidar esa etiqueta de ron. Noche tras noche, con sus pecosas y suaves manos, su abuela, jalonadora de procesos cósmicos como éste, solía poner a hervir una taza de leche a la que luego le echaba unas cuantas góticas de ron. Era bueno para el sueño, decía ella. También mezclaba dizque trozos de penca sábila con jugo de naranja recién hecho; ponía a hervir en agua una cebolla cabezona con tres dientes de ajo por casi doce minutos. Luego le adhería un poco de cabello de ángel casi molido. Y ese man que tenía frente a mi, sentado sobre el regazo de su abuela (quien sin camisa, lo sacaba todas las noches a la azotea de la casa para que recibiera de frente los embates de las bíblicas ventiscas que por esa época azotaban la ciudad) se tomaba aquel menjurje.
Ya había oscurecido. A duras penas podía ver su rostro, distorsionado a través de los orgiásticos anillos de humo que soltaban los cigarros. Intenté prender la luz, pero el bombillo de luz amarillo quesito se quemó. La lamparita de noche tampoco tenía bombillo.

¡Que va! – dijo – no necesitamos luz, eso da mas calor – agregó.

Entre labios, como quien tuviese miedo a ser escuchado, cantamos a Alci Acosta, a Ibrahim Ferrer. Con un poco más de volumen, entonamos los demagógicos y literarios corridos de Antonio Aguilar y los poemas orquestados de Serrat y Sabina. Uno tras otro, estos temas entraban en nuestro torrente, no sin antes anestesiarnos con tabaco, licor y uno que otro de esos brindis que uno hace más por compromiso que por otra cosa.

A media noche, mas flacos de lo que de por si ya éramos, con los ojos como dos persianas y con las piernas como dos jaleas de pata de vaca de esas que se venden en los peajes colombianos, nos pusimos las camisetas y decidimos ir por más trago y cigarros. El usó el ascensor, yo las escalas. El piso de la recepción olía todavía a mezcla de pino con amoniaco. Al verme tan ebrio, la empleada de oficios (quien en ese instante, con guantes de látex, lavaba las paredes) me agarró del brazo y me llevó hasta afuera, con él. De regreso al cuarto, justo antes de comenzar a subir los escalones que me llevarían al noveno piso, resbalé y caí sentado. Lo miré de inmediato. La carcajada que soltó, mas que risa, evocó fue tristeza.

Él estaba en su cuna, rodeado por todos los suyos, quienes, con sus miradas, formulaban una única pregunta: ¿Por qué no te mueres? Súbitamente, como si algo se hubiese apoderado de él, una turbia y angustiosa sonrisa se instaló en sus pequeños y despellejados labios. Luego vino una carcajada melancólica, suicida; fue un guiño de agradecimiento a su padre, madre, galenos, primos, tíos. Miró también a su abuela como quien dice, Dios no es nada al lado tuyo. Sin quererlo, ese bebé, con algo de egoísmo, les agradeció a todos por no haberle hecho sentirse vivo a causa del dolor que él mismo sentía en su endeble cuerpecito, sino mas bien a causa del horror, impotencia y agonía que todos ellos le transmitían cada vez que se le acercaban.

Me tendió el brazo y caminamos como un par de siameses hasta llegar a mi alcoba. A la mañana siguiente, tras haber tomado una ducha con los ojos cerrados y vestirme, puse a hacer café, y cuando estuvo listo, procedí a servirlo, ésta vez, en un solo pocillo.

El espejo que guindaba de la puerta estaba moviéndose de un lado para otro.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Having slept with you, I consider one of my biggest accomplishments.

Best Regards,
m.i.

4:29 p. m.  

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