8.08.2008

DULCECITOS Y CAMÁNDULAS


Niña sin ti no sé
cuantas palomas dan
siete por tres palomas.
“Niña” - Ariel Barreiros

Por
Juan E. Villegas Restrepo

Para Andrés, peor que no comerse toda la sopa, era faltar a la clase catecismo para la primera comunión y a la misa que le seguía. La felicidad que como niño él sentía los viernes por la noche, se eclipsaba con los amaneceres de los sábados, cuando debía ir a la iglesia a memorizarse oraciones y a escuchar, obligado, la música de Palestrina de la que el cura Isaza tanto gustaba.

Estaba todavía en su cama haciendo pereza, hurgándose la nariz con los dedos índices, viendo Pingu el pingüino en la televisión y jugando de a raticos con sus superhéroes, de los cuales, el que mas le gustaba, era el Capitán Rayo. Si bien sabía que era día de rezos y el dolor de muela que lo venía azotando desde hacía dos meses seguía presente, Andrés se sentía pleno, igual o más poderoso que uno de sus superhéroes. Se bañó a toda velocidad, sin que tuvieran que repetírselo varias veces, sacó a relucir el pantalón de cordoroy que nunca había estrenado, la camisa de cuadros azules que siempre vestía para los cumpleaños, los zapatos negros de cuero y las cargaderas de anciano jubilado. Agarró lápiz, cuaderno y, como esclavo recién liberado, abrió la puerta de su casa y echó a correr.

A dos cuadras de la iglesia, en el toldo de Alfredo, el frutero ciego del barrio, estaba ella, la amante de Esopo y Perrault, la del pelo negro e indio, la de las pestañas que parecían patas de araña, la taciturna, la de ojos del tamaño de una tapa de gaseosa, la de los dientes de leche alineaditos y libres de caries que, como con pena, se escondían tras esos pequeños y rosados labios tan dignos de si. Ahí estaba María Paulina, esperándolo, riéndose a tientas. Sin mirarse a los ojos, se dijeron hola el uno al otro y ella procedió a arreglarle a Andrés no solo el pelo sino también el cuello de su camisa.

El niño recordó que los mangos que su papá le regalaba a escondidas, junto con una caja de chicles y uno que otro librito de los hermanos Grimm, eran los que Alfredo vendía, y entonces, sin que su niña lo viera, tomó uno prestado y lo metió en el amplió bolsillo de su pantalón.

Hablaba golpeado, olía a gasolina e interpretaba magistralmente a Albinoni en el violín. Así era Buitrago. Por su vicio de regalar dulces, en especial bombones, a los niños que más atención colocaran durante la clase, este hombre, de escaso metro sesenta de estatura, se había convertido en el preferido entre todos los otros cursillistas desde que las clases habían comenzado ocho sábados atrás.

Era su muela o dieciséis minutos y catorce segundos (que es lo que en promedio se demora una persona dándole matarile a un bombón) de éxtasis. Por eso, desde el comienzo Andrés le rechazó los dulces de Buitrago, al cabrón le dio por decirle al padre Isaza que él no estaba dispuesto a lidiar con la desobediencia de niños como Andrés, comentarios que llegaron a tocar el timbre de la casa de sus abuelos, quienes, un sábado, mientras nuestro personaje se lavaba los dientes con desaliento, los oyó irse lanza en ristre contra su mamá, aduciendo que su divorcio y nuevo matrimonio habían tenido efectos negativos en él. No fue expulsado del curso, pero todos, a excepción de María Paulina, comenzaron a mirarlo como si tuviese elefantiasis.

Así fue como ella se fue perfilando como la revelación de su grupo, no solo por su manera de responder las preguntas del gasolinero, sino también por su afán de querer ayudar a sus compañeros dictándoles las oraciones que debían memorizarse para el día de la mini oblea. Cada que ella abría su boca, a Andrés le dolía el estómago, le daban ganas de pipisear, de irse para la China, de perderse; la boca de esta princesa era como una cerbatana carniforme que escupía flechas con un aroma a chicle de sandía que le bajaba la autoestima al pobre niño y que el no sabia de donde provenía, pues María Paulina evitaba los dulces.

Faltaban pocos minutos para que comenzara la clase. Ellos seguían ahí, sentados sobre el andén, con los pies cruzados, escondiéndose del sol tras la mugrienta carpa de Alfredo. Una lágrima chiquita, de esas que a uno le salen segundos después de creer que llorar es peor que apoyar a las FARC, se instaló sobre el rostro de Andrés. María Paulina pretendía leer su cartilla de catecismo, por lo que no se dio cuenta. Buscó el poema que había escrito con un portaminas que también le había dado su papá, pero se encontró con que el mango se había estallado dentro de su bolsillo. Seis lágrimas más se sumaron a la ya existente.

Le lamió sus dedos para quitarle el pegote, le dio un beso en la frente y le dijo que si Dios no lo quería en su seno, ella si lo quería en el suyo, así no lo tuviera muy grande. Y entonces no fueron ni a misa ni al catecismo, sino que terminaron en el parque, rodeados por una tribu de grisáceas y cagonas palomas. Compraron crispetas y Andrés le leyó el poema que por fortuna había podido salvar.

María Paulina no dijo nada. El bombón de sandía que se estaba comiendo se lo impidió.

1 Comentarios:

Blogger RADIO NEBLINA dijo...

mucha nostalgia puaca

4:53 p. m.  

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