3.05.2007

Pequeña Cantaleta Diurna

A eso de las cuatro y treinta de la madrugada, la llave saltó del bolsillo izquierdo de mi deshilachado jean y se incrustó en la cerradura de la puerta frontal de mi casita. Una gélida ventisca hizo que mi rostro y mis manos se pusieran rojas, como la vez aquella en
la que aun siendo niño, me quemé con la plancha de vapor la cual yo pensé estaba apagada y placenteramente fría. El vecino recién salía de su casa rumbo al trabajo, y el periódico de ese día ya dormía junto mi puerta.

Para nosotros, los niños “criados al estilo Colombia”, esa no era hora de llegar. Al cerrar la puerta y echarle pasador, me encogí de hombros y apreté mis labios fuertemente, como si estos gestos fuesen a evitar que la puerta no vomitara ningún sonido. Sin dolor alguno, los números color verde fosforescente del reloj de la caja del teve-cable de la sala me recordaron una vez más lo tarde que era. Por mas despacio que intentaba caminar para no invocar a la bulla y despertar a mi mama, mi padrastro y a mi hermano, mis mugrosos tenis rechinaban bellamente contra los maderos del piso de la sala y la cocina.

Sabía que el ruido no habría podido ser echado de menos por mis padres; sabía que mi mama estaba ya esperándome para darme el sermón. Y aún así, conservaba la esperanza de poder acostarme sin que nadie notara nada y de al otro día poder levantarme y desayunar con ellos pan de queso remojado en chocolate en la mesa, sin que cuestionaran mi proceder.

No fue así.

Abrí la puerta de mi cuarto y prendí la luz. Pareciese que mi vieja estuviese levitando sobre la cama en la que tanto he llorado, apuntándome con esos ojos color azabache tan lindos que tiene, los cuales en ese instante habían abortado el semblante noble y cariñoso que siempre la ha caracterizado.

- Lindas las horas de llegar, Juan Esteban. ¿Qué tal es el servicio en este hotel? -exclamó en un tono de voz el cual me sonó cariñoso por un instante.

- Tengo siete cafés oscuros en mi cabeza y cuatro cigarrillos. Conté varios chistes, me reí en dos ocasiones y filosofé con mis amigos. ¿Qué más quieres que te diga, mami? Respondí yo mirándola a los ojos detenidamente, para calmar sus ansias de saber si estaba o no bajo la influencia de la hierba divina que tanto detesto.

El discurso se extendió por unos cuantos minutos.

Cuando están bravas, las mamas tienen la habilidad de dar a conocer sus temores de la manera más seca y lacerantemente posible. Mientras ella me hablaba, yo me dispuse a desvestirme y ponerme el pijama. Sin sentarme y con el mejor de los equilibrios, puse mi pie izquierdo en el aire y me desamarré los cordones de mi zapato. Al ver mi equilibrio ella supo que el cuento de los cafés oscuros era cierto. Era esta una guerra, una guerra dulce, sin odio, tan solo con el afán por querer demostrar que no había razón para estar enfadados el uno con el otro. Ni ella conmigo por llegar tarde, ni yo con ella al ver que tan intensa se había estado colocando últimamente a causa de mi reciente implosión social.

De un momento a otro, su cara se puso roja y lágrimas comenzaron a esquiar cuesta abajo, deslizándose lentamente por sus tersas mejillas de satín. La besé en la frente, la abrasé con miedo y le dije que se pusiera un suéter y se fuera a dormir.

Y entonces supe el porqué de mi pasión por las planchas de vapor de cuando estaba chiquito.

Juan E. Villegas

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