8.18.2006

Dios en las alturas

Por razones nunca esclarecidas, Clemencia fue ciega desde que nació. Su madre, una viuda ninfómana, estuvo siempre a su lado, guiándola día tras día hasta que ella aprendiera de memoria la geografía de la inmensa casa donde habitaban. Para Clemencia, cada alcoba, cada rincón y cada pared tenían un olor propio. Su alcoba, por ejemplo, olía a cerezo; la de su madre, a sexo e incienso; el baño desprendía un denso olor a musgo; la sala hedía a madera vieja, y aquel largo corredor, donde ella solía jugar con sus muñecas desnudas y sin cabeza, atufaba, según ella, a sábila.

Su madre, una mujer robusta, barbada, de manos bruscas, rostro enjuto y que olía a cigarro, siempre vestía púrpura y nunca se quitaba la camándula que colindaba con sus voluminosas tetas. Cuando ansiaba falos, enloquecía, y era la pobre Clemencia quien recibía los cándidos y febriles batacazos tanto físicos como emocionales de una mamá a quien ella nunca había visto.

Una vez pudo familiarizarse con el braille, abandonó a sus peponas, y a petición suya, su madre le consiguió una Biblia. Todos los días, después del desayuno y sin lavarse los dientes, Clemencia acomodaba su espalda contra las mugrosas paredes del corredor y devoraba ávidamente las sagradas escrituras.

Las historias de Sodoma y Gomorra, los proverbios y el relato de Job eran sus preferidos. En muchas ocasiones, la Biblia terminaba completamente empapada por las lágrimas que esta pequeña invidente derramaba. Una vez en su cuarto y oyendo aun las diatribas de su madre, ella se masturbaba. El clímax y la cesación de los gritos de ésta siempre coincidían. Clemencia reía.

Una noche de agosto – viernes, quizás - nuestra bella niña se halló en su cuarto comiendo maní y escuchando a Paganini. Su madre, quien se encontraba en la sala, conversaba a unos decibeles altísimos con un hombre llamado Damián quien, a oídos de Clemencia, poseía una voz dulce.

Con nariz respingada y concentrada en el aroma a musgo, salió de su cuarto en busca del excusado. Al verla, su madre, quien entonaba un bolero de Felipe Pirella con voz metálica y copa de aguardiente en mano, la llamó para que saludara al invitado. Sin ánimo alguno y con la mirada taladrando el piso, Clemencia extendió su mano. Las velludas y fuertes manos de Damián pronto entraron en contacto con las delicadas más sin embargo laceradas manos clementinas. Su madre sonrió.

Les explicó que debía de hacer algo que nadie mas podía llevar a cabo por ella y tras forcejear con Damián para que éste la soltase, salió derechito hacia el baño. Una vez allí, se olió las manos para intentar retener el olor a macho. Sacó unas cuantos granos de maní de uno de los bolsillos de su deshilachado jean, los masticó y luego se entretuvo con su sexo.

Al salir del baño, notó que la voz de su madre ya no se oía. La música en la sala seguía sonando y escuchó el rechinar de una copa contra la mesa. Era Damián. El sujeto se le acercó y tras haberle acariciado la espalda, éste puso las manos sobre sus hombros y de un brusco tirón la puso en rodillas. Clemencia reía.

Sin musitar palabra alguna, expuso su miembro a la intemperie. Y entonces Clemencia, arrodillada y con lágrimas en los ojos, advirtió que la posibilidad de que existiese un Dios quien la miraba por encima de su crisma, era factible.

Juan E. Villegas

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