9.30.2006

Obsequio

Yo no se si vos te acordás del día aquel en el cual no llovió y el sol quiso dárselas de tímido. A tientas, bebías un vaso de agua el cual sostenías con la mano derecha y que mordías febrilmente (con la izquierda siempre te sobabas el vientre). Soltaste el vaso y con ambas manos (tu vientre, ya excitado, imploraba por mas roce), me arreglaste el cuello de la camisa que tanto odiabas. Con el revés de tu tosca mano (llevabas siete días intentando aprender a tocar guitarra), te limpiaste las esquirlas de vidrio que quedaron luego de que tu lengua patinara sobre el neurótico cristal.

Te montaste en tu carro (a mí siempre me han fascinado tus pies) y con un tono de voz de abuela dadivosa, me dijiste: vamos, joven. A pesar de haber estado leyendo el periódico desde el día en que no nací, y de haberle escrito treinta mil coplas a mis despiadadas arrugas, desde yo me sentí lozano.

Con mi lengua pastosa, apoyándola sobre los dientes cósmicos con los que tanto jugabas, trastabillé al responder: quiero comprarte unas alas.

Las alas que quería para ti eran azules (bueno, eran negras pero yo quiero decir que eran azules).

Tus cejas lucharon arduamente por poder amalgamarse con el pelo que se descremó sobre tu frente de cuarzo, y me miraste con paciencia (curiosamente, no me sentí como un pendejo).

Cruzamos el estrecho de la cordura y arribamos al mar (la arena se fundió en mi cuerpo sin pedir permiso. Odio la arena). Dios jugaba con una de sus marionetas: la gaviota pendía en el aire sin mover sus alas.

Olía a sal. Te pusiste el perfume que tanto me mareaba.

El mar dormía porque yo le dije que lo hiciera cuando tú y yo llegáramos. (Yo se que a ti siempre te habían asustado los mares de marzo).

Pateaste un banco de arena y las uñas de tu pies hicieron el amor con un caracol. Quejándote y con la mano en tu vientre (yo partí cobijas con tu vientre), me preguntaste el por que de mis deseos “alados”. Saqué un cigarro de mi mochila y mordí el filtro hasta amputarlo. No hablé; te incendié; el humo de tu colérica voz hizo que cerrara los ojos de inmediato. Tu espalda estaba a la intemperie y luego dijiste: me aburrí, me voy.

Sacudí la arena de mis muslos y nadé hasta que pude. El cielo se oscureció y divisando desde mar adentro, vi como te alejabas, caminando sobre la arena, sin dejar huella alguna.

Las alas se te veían lo más de bonitas.


Juan E. Villegas

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