9.13.2006

La Hora de las Tinieblas


¿Que sería de mis domingos (esos mismos en los que el aburrimiento me obliga a lamerle la espalda al desespero); o de los largos viajes en carro que realizamos en familia por las autopistas estadounidenses cuyos paisajes no van mas allá de unos cuantos locales de Mc’ Donalds, Wendy’s o Seven Eleven; o de aquellas noches de bohemia intensa en las que yo y mis amistades solemos ahogarnos en vino... sin no existiese la música? Sin ésta, la vida sería un completo error, dijo Nietzsche en una ocasión.

A pesar de su belleza, y de lo mucho que la exaltan, se que muy poca gente cuenta en realidad con el don para saber escucharla, y cuando medio lo logran, aquella escucha o entendimiento no es más que una tenue y privada evocación que luego se esfuma. Y también se que el hombre que la interpreta - el alquimista del pentagrama - oye algo distinto; pugna con un bramido que surge del vacío y luego, cuando las notas musicales comienzan a volar por el aire, éste logra imponer orden al caos.

Y es que la relación con un instrumento es algo muy bravo, es usted el que tiene que darle vida. A la final un piano, por ejemplo, no es más que un amasijo hecho de cuerdas y martillos.

El director de música de la universidad a la que asisto – a quien para efectos de esta crónica le voy a bautizar con el nombre de Simón – me había invitado a una sección de improvisación musical o jam que llaman. The idea is to have fun, Juan. Come on, join us, me dijo el tipo este una semana antes por teléfono, con un típico inglés de puertorriqueño, y como yo llevaba un buen tiempo sin ejercitar mis largos dedos y vibrar con lo bello de un solo de piano, acepté.

Al salir de mi casa con dirección al estudio, cerré la puerta con rabia. Me tardé un buen rato para poder prender un cigarro puesto que venteaba feamente. Con mi mano izquierda sostenía aquellos 0,7 mg de adictiva nicotina que trae cada cilindro de tabaco. Con mi derecha, en cambio, ejercitaba mis nudillos con una cursilería digna de crucifixión.

Chutando latas de pepsi y oyendo a Rubén González en mi ipod, me coloqué a pensar en el género musical que estaba a punto de tocar junto con los otros músicos. ¡Ojala y sea Jazz o salsita! pensé.

Me dolían las rodillas. Con la batería del ipod ya casi muerta y mis manos en los bolsillos, ingresé al estudio. A mí nunca me han gustado esos sitios. Existe en ellos una calma y un silencio que me asustan.

Ja! y uno que se las da dizque de ermitaño...

El percusionista estaba absorto afinando sus cueros y el baterista parecía un infante jugando con las baquetas como si estas fuesen avioncitos. Simón estaba halando por teléfono, pero esto no le impidió darme las partituras de las canciones que íbamos a practicar. Una de ellas era del afamado pianista de latín jazz, Michel Camilo, y la otra era de aquel timbalero cabeza e’ nieve de Tito Puentes. Aquellas dos hojas eran cuan sutil collage de acordes menores, novenos, treceavos, sextos, muchos de ellos séptimos; unas cuantas codas y cientos de bemoles y sostenidos. Colosal nudo aquel que se gestó en mi garganta.

En ese instante me puse a pensar de todo el platal que mis papas habían gastado en este cuento de la música. A los 8 años, habia ingresado a una academia de mala muerte, cuyas lecciones no iban mas allá del saber adiestrar los acordes para tocar la melodía acompañada de aquellos ritmos insípidos que venían incorporados en la memoria interna de mi pequeño keyboard (un Casio modelo 97, en ese entonces). Extraje lo que mas pude de aquel sitio (Escala Musical era su nombre) y nunca me quejé, pues aprendí acordes básicos, que a la final son la médula de cualquier canción.

Luego fui matriculado en Amadeus, una academia mucho más docta, empezando por su nombre. Ubicada en un barrio de gran opulencia, Amadeus parecía un cielo enclaustrado en aquella cuidad asediada por mafiosos y carros bomba que solía ser Medellín en los 90s. Su atmósfera estaba constantemente teñida por el sonido de violas, violines, pianos, flautas traversas, tubas y clarinetes y tenía, además, unos jardines lo mas de bonitos.

El sitio era caché. Ya lo dije. Bien recuerdo que yo solía coger 2 buses de servicio público para llegar de mi casa a la academia y mientras entraba, presenciaba como los otros jóvenes que estudiaban junto conmigo eran dejados allí por sus padres en suntuosos vehículos bañados en oropel. Su status social es proporcional a mi status artístico pensaba yo erróneamente.

Gloria se llamaba mi instructora. Una cubana disidente quien llevaba más de 10 años viviendo en suelo colombiano. Su repudio para con la música de Richard Clayderman y Yanni era realmente turbador. Su estilo era netamente barroco, mas sin embargo era una verdadera artista a la hora de interpretar wawancos, charangas, songos y timbas.

Allí estuve por espacio de 2 años y medio. Perfeccioné mi aptitud para el solfeo, tuve varios recitales y asistí también a clases de canto, siendo estas ultimas motivo de inmensa frustración ya que la profesora advirtió que mi voz tenia un timbre algo amorfo, así, pues, que solamente iba por que dicha clase era parte del currículo, pero en realidad era poco lo que hacia salvo escribir poemitas insulsos en las márgenes de los cuadernos pentagramados que solía cargar bajo mi axila, como desodorantes.

Me armé una película enorme. Me sentí el tipo más sucio del mundo...tantas horas de estudio, tanto esmero por parte de mis papas. Pensé que todo ese dinero pudo haber sido usado para alguna otra cosa; quizás para pagar las cuotas del apartamento que nos había quitado el banco, cosa que influyó grandemente a la hora de tomar la decisión de abandonar Colombia.

Con partituras en mano, sudando y masticando chicle, procedí a colocarlas en el atril del piano. Con las miradas de Simon - el bajista - y las de las otras dos personas encima de mi (las del baterista y el percusionista), me dispuse a tantear, de reojo, aquel manojo de jeroglíficos que se hallaba frente a mí. Mierda, me dije para si mismo.

Sin pensarlo dos veces, les dije que comenzaran a tocar para yo supuestamente familiarizarme un poco mas con los temas, y fue ahí cuando un lúgubre tumbao’ de bajo sirvió de señal para que sobre este recayeran los secos y densos cortes de las congas y los sublimes redobles y batacazos del bombo. Mis dedos apenas acariciaban por encimita aquellas duras teclas del piano las cuales intuí se morían por ser manoseadas. Yo sentia la musica en mi mente, pero no lograba materializarla en el bendito piano.

Eran dos las veces que los otros tres músicos (quizás los únicos tres) volvían a la coda de la canción, esperando por mi falanges, a que estas se pellizcaran y comenzaran a jugar con los acordes. A ratos lograba seguirle la pista al tema, y cabalgaba sobre un acorde, ya fuese improvisando una insulsa melodía o acotando un cadencioso montuno. Luego me perdía y sudaba más. Yo sudaba mucho.

Mordiéndome el labio inferior y mirando feo a mis colegas, me puse de pie, agarré las partituras, cerré la tapa del piano y le agradecí a Simón por haberme invitado a ser parte de tan magna tortura. The idea is to have fun, Juan era la frase que mas retumbaba en mi mente.

Allá, en ese estudio, con dos pianos a cada lado, en aquel gólgota, nos crucificaron a mí y a mi mediocridad. Simón el bajista siempre estuvo ahí para ayudarme a cargar esa pesada cruz.

Mientras abandonaba aquel recinto – eran las 8 según mi celular - me sonrojé e intenté, por un momento, echarle la culpa a mi tejido emocional y temperamental, puesto que antes de salir de mi casa había tenido una fuerte discusión por teléfono. Me supe idiota. Prendí un cigarro, lo fume con frenesí, me mareé, y de mi mochila de tejido andino extraje mi reproductor de MP3. Batería muerta.

Durante el trayecto a casa, tarareé incesantemente a ‘la patética’ de Beethoven acariciando mis largos dedos. La Música es Divina con tal de que yo no la sodomice, susurré entre labios.

Llegué a mi choza y con desquiciante pavura miré el teclado que me había comprado un año atrás. Desde ese día me pregunto si debo, por respeto al arte, no volver a tocarlo y dedicarme mas bien a dormir hasta las 12 del día, comprar mas Marlboro, tomar café oscuro con dos de azúcar, leer, masticar chicle y sentarme en mi computador, frente a una hoja en blanco de Microsoft Word y esperar que gotas de sangre se deslicen por mi sien mientras pienso en una que otra frasecita que posea valor literario alguno. Quizás no llegue a hacerlo, pero no llegar – decía el poeta – es también un destino.


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