7.11.2006

La Ciudad de la Seda

Ubicada en el norte del estado de New Jersey, Paterson, mejor conocida como “la ciudad de la seda” (Silk City para los anglo parlantes) - esto gracias a la gran industria textil que se comenzó a gestar a principios del siglo XIX - es una ciudad donde historia, música, literatura, arte, marihuana, consabidas prácticas de felación en parqueaderos, edificios atiborrados de graffiti y pintura corroída, pandillas, familias destrozadas, mendigos harapientos, altos indices de envenenamiento con plomo, y un sinnúmero de fábricas, se entrelazan unos con otros para darle vida a la que es considerada como la primera ciudad industrial de la nación yanqui. Cuna de grandes comediantes, músicos, poetas y hombres de ciencia entre los que respectivamente sobresalen Lou Costello, Frankie Ruiz, Allen Ginsberg y Frederick Reines, Paterson es una ciudad predecible; aquí sucede lo que siempre se espera que pueda suceder. Es, también, fea, oscura y mártir; todas las noches muere, dando, pues, fe de que el diablo, junto con todos sus vicios, si está vivito.

Pueblo enorme, tan enorme que se podría llegar a hablar de sus áreas – Norte, Sur, Este y Oeste - como si fuesen ciudades independientes. La zona sur, que es en la que resido, es muy llamativa. Más de la mitad de la gente que reside acá son musulmanes, así que se podría hablar de una Meca a pequeña escala. Sus calles y avenidas están asediadas por barberías, supermercados, tiendas de electrodomésticos, panaderías y bares en los que los pabellones de las naciones de Palestina, Irán, Turquía y Líbano están izados permanentemente. A cualquier hora del día se pueden ver diosas divagando por sus calles. Vistiendo sus abayas y niqabs, las féminas musulmanas se asemejan a aquel fruto prohibido que se deja ver mas no probar. Cuando se hallan sentados en las aceras, envueltos en sus thawbs, aspirando sus huk-kahs y frunciendo el ceño, los barbados hombres islámicos, dan un toque místico al ambiente.

Dicha cultura comparte también catre con los hispanos, quienes, en los últimos años, nos hemos venido asentando más y más en esta parte de la ciudad. La peluquería de Ali Sahid está enseguida de la panadería la Sultana, el principal centro de chismorreo de la comunidad colombiana y en donde además se consiguen los mejores buñuelos y almojábanas del mundo. La escena es algo curiosa. En la peluquería, vemos a estos hombres altos y velludos, vistiendo sus turbantes, escuchando música, tomando té y musitando una que otra palabrita. Al lado, vemos a don Armando “el pecoso”, a quien su mujer lo cambió por su hermano; a Tinguaro, el carpintero; a Javier alias “El Indio”, quien adora a Tolstoi y a la música de Los Visconti; y a Mayaya, quien con jubilación gringa en el bolsillo, se dedicó a hacer rifas y organizar bingos. Ahí siempre están, tomando café oscuro y bien cargado, fumando piel roja, hablando de fútbol y renegando de lo tanto que se trabaja acá en Estados Unidos, rehusándose, aun así, a marcharse.

Están también los "desatinados", los farmaceutas ambulantes, los beat criollos, así como Oscar y Ángel. Oscar, mejor conocido como “El Pana”, es un drogadicto oriundo del Barrio Antioquia de Medellín, Colombia, quien vistiendo sus anchos y estrambóticos pantalones, una iridiscente camisa de un equipo de baloncesto gringo, y una gorra de los yankees cuya etiqueta del precio aun no ha querido quitarle, camina de arriba hacia abajo por la avenida principal junto con “Dios” (cuyo nombre, según el, se tiene que escribir con mayúscula), su perro el cual se nota que quiere más que a su mamá. Este personaje - cuentan las lenguas viperinas -tuvo que irse de Colombia por que lo iban a matar, y ahora vaticino que ya pronto se tendrá que ir de acá también por la misma razón. Pero con problemas y todo, el joven este tiene una cosmovisión del mundo algo peculiar: “Parcero, para que sentarse a estudiar cuando no nos hemos parado a vivir”, dice riéndose, mientras acaricia a su deidad.

Ángel, por su parte, no es tan estrafalario como Oscar. Viste clásico, logró terminar su bachillerato y gasta su cheque semanal en bolsitas de marihuana, cervezas coronas (como buen mexicano), e invitando a cine a la novia, mientras que sus padres, Don Eloy y Doña Rosa, se las ingenian para traer a la casa unos pesos más, por que “su chamaco se lo merece”. “Para que tomar y manejar si podemos volar y fumar” me dijo Ángel en una ocasión mientras se echaba gotas en los ojos antes de entrar a casa, para que su madre no sospechara de su afición por la botánica.

Estamos también nosotros, dizque estudiosos, los queridos por las señoras adultas de la cuadra, los títeres, los seudo-intelectuales quienes pensamos que por quedarnos en nuestras casas, alejados del bullicio y de la falsa sociedad (escuchando también rancheras, como pueden leer) y no fumando hierba, somos gente ejemplar, como si el verdadero mundo estuviese acá, junto a la computadora escuchando a Brahms, en alcobas repletas de libros, oliendo a incenso, con camas pulcramente tendidas y con cero desorden.
Y podría seguramente listar más y más personajes de este tipo; seres que por mas decadentes que sus actitudes sean, son, en el fondo, la esencia de este pueblo de mala muerte; de este pueblo en donde se comercia con la marihuana como si fuese diente de león o caléndula; en donde niñas de catorce añitos besan a sus noviecitos con una pasión que ya desearíamos nosotros los hombres nuestras ninfas la tuvieran; en donde gran parte de la población afro americana e hispana se pegan del welfare como si este les diese leche (algo que curiosamente sí les brinda); en este magnífico pueblo que ha sabido darle significado a su dolor, que ha logrado zafarse exitosamente de aquellos grilletes a las que están atadas el resto de las ciudades gringas en las que se sufre sin saber el por qué; en este caserío en donde para sacar un libro de la biblioteca hay que pasar por un proceso kafkaesco, por miedo a que quizás sus jóvenes armen sus cigarros marihuanescos con las hojas de algún libro de Joyce, Cohelo, Dostoievsky, Kundera o Allende; cosa que para efectos de la traba, poco importa, pero que para el presupuesto del distrito escolar y la literatura misma, sí.

Al pisar sus mugrientas calles, inhalar su espeso aire, al ver niños de siete y ocho años caminando descalzos; viejos como Rafael Figueroa, quienes luego de verse abandonados por sus hijos se dedicaron a la santa hierba y a reciclar botellas; a señores de 40 a 50 años brindando con sus colegas al son de tangos arrabaleros por haber sido capaces de cachonear a sus mujeres sin que estas se dieran cuenta; y a jovencitas de rostros etéreos y vientres hinchados, puede uno ver que tan deshilachado está el tejido social de la ciudad en la cual se basó el autor John Updike para trazar su última novela, Terrorist, y advertimos que la vida, acá, se nos desliza por entre las manos; así, como una seda.