8.22.2008

UN AGUINALDO EN JUNIO


Por
Juan Esteban Villegas

Daría lo que fuese por volver a tener la oportunidad de entristecerte, de que volvieras a ser mi yegüita para poder colocarte anteojeras, amarrarte y sentarte en frente a un televisor para que vieses una película que te enseñase a querer, a mimar tu cerebro, a hablar solo cuando fuera necesario. En resumidas cuentas, de encerrarte sola en un cuarto, sin otra compañía mas que los recuerdos aquellos de cuando yo aún vivía y te escupía en la boca. Pero como ya no es posible, no me queda de otra que sincerarme contigo por medio de estas palabritas que aquí escribo, en el escritorio de la nostalgia y la sabiduría al que solo se puede acceder cuando se es un cadáver con esperanzas. Ojala y estas granadas que aquí te lanzo puedan hacerte entender que la vida solo será vida cuando no la trates como tal, cuando decidas remangarte la ropa cara que se que aún te sigues comprando y decidas saltar al vacío sin miedo a que tus uñas o tu cabello se ensucien o dañen, como la vez aquella cuando te llevé a la charla de literatura sobre Flannery O’Connor en New York y a la salida te dio por darme puños en el pecho, mientras gritabas que esa iba a ser la última vez que irías conmigo a un sitio donde lo único que pululaban eran personas que se habían sentado a escribir sin antes haberse puesto de pie para vivir la vida, adhiriendo, también, que las faldas que esa gringa campesina y parroquial se ponía eran horrendas.

Aquello fue una semana antes a las vacaciones de mitad de año, cuando rentamos una cabaña cerca a la playa y nos la pasamos comiendo pulpo, bebiendo ron, caminando a pie limpio, nadando en las noches y culeando con temitas de Moby de fondo.

Todo fue sol, trago, sexo por que sí, sexo por que no, te quiero mi amor, mutuas untadas de bronceador y protector solar, y veladas a punta de vino barato servido en vaso desechable. Mejor no podíamos estarla pasando. Pero tenía que llegar ese día, ese día lluvioso en el que el sol quiso dárselas de luna, ¿te acordás? Nos quedamos todo el día en la habitación, sin bañarnos – yo al menos -, y con el televisor apagado. Tú, entrando y saliendo del baño como vieja prostática, desfilando las costosas faldas, blusas y sandalias que compraste en las boutiques a los que nunca entré. Esas tetas tuyas de ensueño, firmes como un dictador, y aquel culo que espantaba al sueño se me antojaron, como siempre, únicos. Y mucho más al estar forrados por esas caras y delicadas prendas que habías comprado con la plata de tu papá. Yo, por otro lado, fumando cigarrillos de carnicero, tarareando la música de los Cranberries que provenía del cuarto de enseguida y ojeando un librito de Pedro Juan Gutiérrez.

- ¿Cómo me queda, amor? – preguntaste como si en realidad mi opinión contara.

Te contesté con una sonrisa. Te acercaste, espantaste las nubes de humo que me rodeaban y me zampaste un beso. Después de tu desfile de modas, te quedaste en tangas, sin brassier pero con una camiseta mía que coquetaba con tu rodilla, te hiciste una coleta en el pelo y te tendiste a mi lado, con tu mano sobre mi pecho lampiño, aferrada a mí cual niño autista a su madre.

- Debe ser muy duro para los sinsontes que mi abuela tiene en la terraza el estar encerrados todo el bendito día – dije mientras te acariciaba la sien. - Mi abuelita los debería dejar ir – agregué.

Afuera, a la llovizna se le habían sumado los relámpagos.

- Vos si sos como caído del zarzo, ¿no? Eso los perjudicaría mucho más por que ya no podrían valerse por cuenta propia.

La humedad del cuarto era cada vez mas descarada. Le subí al aire acondicionado, me puse de pie, fui a la nevera y saqué dos cervezas enlatadas. No más Cranberries en el cuarto de enseguida. Reconocí la voz de Nat King Cole. El negro, mi birra y las gotas de lluvia estrellándose contra la lata del aire acondicionado que daba hacia fuera. ¿Sabes? fui feliz durante ese ratico, niña, muy feliz.

Te paraste de la cama, abriste tu maleta, encendiste uno de tus cachos de marihuana y te comenzaste a pintar las uñas de las manos y pies.

- ¿Quieres el francés u otro color?

- El francés – respondí, y puse a sonar mi CD de Aznavour.

Apagaste el cacho y caminaste hacia la grabadora. Cogiste la carátula del disco, echaste la cabeza hacia atrás, frunciste el ceño, torciste la boca como si fueses leporina y luego, entre labios, dijiste algo. Destapaste otra cerveza, entreabriste la persiana y cuando volteaste yo ya estaba vestido.
Noté que ya había oscurecido.

- ¿Y vos que? – preguntaste.

- ¿Qué de qué? – respondí, mientras prendía otro cigarro y guardaba todos mis discos compactos en su respectivo estuche.

- ¿Para dónde vamos?

El humo del Marlboro que aspiraba con ridículo aire de poeta me ahogó. No respondí.

Saliste del baño con una falda corta, medio putonga, una camiseta blanca de manga sisa y una balaca color azul cielo. Vestías sandalias y me acordé de lo mucho que me fascinaban tus pies.

- La espero en el carro – dije mientras te maquillabas frente al espejo.

No quisiste ponerte el cinturón de seguridad. Al verse reflejado en la ventanilla de tu asiento, tu rostro, por efecto de las gotas de lluvia, parecía con acné. Te quise mucho en ese instante. Sintonicé una estación de música electrónica y luego posé mi mano sobre tu muslo. No la quitaste.

El mar estaba picado, la luna se estaba luciendo y el aire olía a sopa de arroz. Como ya había dejado de llover, decidí dejar las puertas del carro abiertas y el radio prendido. Mientras me desataba los cordones de los zapatos que me regalaste el día que acepté tirar a la basura los que más me gustaban, te dije que quería regalarte unas alas, comentario que no tuvo respuesta de tu parte.

Caminando hacia atrás, sin despegar mi mirada de la tuya y quitándome prenda tras prenda, me fui adentrando en aquel tapete de agua. Posaste tus manos sobre la cintura y soltaste una risita similar a la que soltabas cuando yo te decía que la filosofía era muy bacana, solo que no la sabían enseñar.

Seguí adentrándome, y cuando el agua comenzó a llegar a mis tetillas, hubo un instante en el que te tocaste el pelo y miraste al cielo. Asumo que una gaviota se llegó a cagar en tu crisma. Hecha mierda, entre llantos, comenzaste a gritar lo que yo creo era mi nombre. La música del carro y el chasquear de las olas no me dejaron oír.

Cuando el agua tapó mis orejas y a duras penas te podía ya ver, observé como aleteabas tus manos. En ocasiones parabas para sacudir la arena de tus pies. Luego, todo fue oscuridad. La única imagen que rondaba por mi cabeza era la jaula en la que mi abuelita guardaba a sus pajaritos.

Quiero pensar que te marchaste enseguida, pero tanto por tu bien como por el mío, lo mejor es que lo hayas hecho sin dejar huella alguna sobre la arena.

8.08.2008

DULCECITOS Y CAMÁNDULAS


Niña sin ti no sé
cuantas palomas dan
siete por tres palomas.
“Niña” - Ariel Barreiros

Por
Juan E. Villegas Restrepo

Para Andrés, peor que no comerse toda la sopa, era faltar a la clase catecismo para la primera comunión y a la misa que le seguía. La felicidad que como niño él sentía los viernes por la noche, se eclipsaba con los amaneceres de los sábados, cuando debía ir a la iglesia a memorizarse oraciones y a escuchar, obligado, la música de Palestrina de la que el cura Isaza tanto gustaba.

Estaba todavía en su cama haciendo pereza, hurgándose la nariz con los dedos índices, viendo Pingu el pingüino en la televisión y jugando de a raticos con sus superhéroes, de los cuales, el que mas le gustaba, era el Capitán Rayo. Si bien sabía que era día de rezos y el dolor de muela que lo venía azotando desde hacía dos meses seguía presente, Andrés se sentía pleno, igual o más poderoso que uno de sus superhéroes. Se bañó a toda velocidad, sin que tuvieran que repetírselo varias veces, sacó a relucir el pantalón de cordoroy que nunca había estrenado, la camisa de cuadros azules que siempre vestía para los cumpleaños, los zapatos negros de cuero y las cargaderas de anciano jubilado. Agarró lápiz, cuaderno y, como esclavo recién liberado, abrió la puerta de su casa y echó a correr.

A dos cuadras de la iglesia, en el toldo de Alfredo, el frutero ciego del barrio, estaba ella, la amante de Esopo y Perrault, la del pelo negro e indio, la de las pestañas que parecían patas de araña, la taciturna, la de ojos del tamaño de una tapa de gaseosa, la de los dientes de leche alineaditos y libres de caries que, como con pena, se escondían tras esos pequeños y rosados labios tan dignos de si. Ahí estaba María Paulina, esperándolo, riéndose a tientas. Sin mirarse a los ojos, se dijeron hola el uno al otro y ella procedió a arreglarle a Andrés no solo el pelo sino también el cuello de su camisa.

El niño recordó que los mangos que su papá le regalaba a escondidas, junto con una caja de chicles y uno que otro librito de los hermanos Grimm, eran los que Alfredo vendía, y entonces, sin que su niña lo viera, tomó uno prestado y lo metió en el amplió bolsillo de su pantalón.

Hablaba golpeado, olía a gasolina e interpretaba magistralmente a Albinoni en el violín. Así era Buitrago. Por su vicio de regalar dulces, en especial bombones, a los niños que más atención colocaran durante la clase, este hombre, de escaso metro sesenta de estatura, se había convertido en el preferido entre todos los otros cursillistas desde que las clases habían comenzado ocho sábados atrás.

Era su muela o dieciséis minutos y catorce segundos (que es lo que en promedio se demora una persona dándole matarile a un bombón) de éxtasis. Por eso, desde el comienzo Andrés le rechazó los dulces de Buitrago, al cabrón le dio por decirle al padre Isaza que él no estaba dispuesto a lidiar con la desobediencia de niños como Andrés, comentarios que llegaron a tocar el timbre de la casa de sus abuelos, quienes, un sábado, mientras nuestro personaje se lavaba los dientes con desaliento, los oyó irse lanza en ristre contra su mamá, aduciendo que su divorcio y nuevo matrimonio habían tenido efectos negativos en él. No fue expulsado del curso, pero todos, a excepción de María Paulina, comenzaron a mirarlo como si tuviese elefantiasis.

Así fue como ella se fue perfilando como la revelación de su grupo, no solo por su manera de responder las preguntas del gasolinero, sino también por su afán de querer ayudar a sus compañeros dictándoles las oraciones que debían memorizarse para el día de la mini oblea. Cada que ella abría su boca, a Andrés le dolía el estómago, le daban ganas de pipisear, de irse para la China, de perderse; la boca de esta princesa era como una cerbatana carniforme que escupía flechas con un aroma a chicle de sandía que le bajaba la autoestima al pobre niño y que el no sabia de donde provenía, pues María Paulina evitaba los dulces.

Faltaban pocos minutos para que comenzara la clase. Ellos seguían ahí, sentados sobre el andén, con los pies cruzados, escondiéndose del sol tras la mugrienta carpa de Alfredo. Una lágrima chiquita, de esas que a uno le salen segundos después de creer que llorar es peor que apoyar a las FARC, se instaló sobre el rostro de Andrés. María Paulina pretendía leer su cartilla de catecismo, por lo que no se dio cuenta. Buscó el poema que había escrito con un portaminas que también le había dado su papá, pero se encontró con que el mango se había estallado dentro de su bolsillo. Seis lágrimas más se sumaron a la ya existente.

Le lamió sus dedos para quitarle el pegote, le dio un beso en la frente y le dijo que si Dios no lo quería en su seno, ella si lo quería en el suyo, así no lo tuviera muy grande. Y entonces no fueron ni a misa ni al catecismo, sino que terminaron en el parque, rodeados por una tribu de grisáceas y cagonas palomas. Compraron crispetas y Andrés le leyó el poema que por fortuna había podido salvar.

María Paulina no dijo nada. El bombón de sandía que se estaba comiendo se lo impidió.