8.18.2009

Manual para ser viejo

Cinco y media de la mañana de un día lunes, y lunes de agosto, que son los que más duelen. En la terraza enladrillada de una casa cualquiera, está el abuelo, meciéndose suavemente en su silla de mimbre viejo y gastado. A sus espaldas, guindando de la pared, una jaula de negros barrotes sirve de recinto para sus dos turpiales (macho y hembra). Matan el tiempo comiendo higo y buscándose el lado.

A escasos tres metros, a su izquierda, se encuentra la abuela, lavando ropa con jabón azul. Sus manos, ya no tan tersas, restriegan con rabia. Los pájaros del rededor han entendido que la ingratitud es una cruz que ellos, siendo tan pequeñitos, no pueden cargar. Por eso deciden jugar al trapecista en los alambres de ropa, que a su vez, escurren gotas que se suicidan contra el piso de piedrilla.

Suavemente, como si se tratase de una de sus hijas que ya no lo visitan, el abuelo agarra una guayaba y se la lleva a la boca. La mastica lentamente, como si el mundo no fuese acabarse nunca. Los bigotes del sol comienzan a hacerle cosquillas en su rostro de uva pasa.

El ladrido de un perro desesperado; el aleteo y el canto hamelinesco de los pájaros que le hacen compañía; las gotas que escurren, y los jadeos de la abuela que en el lavadero lucha contra los mojados y por ende pesados jeans que solían regalarles sus nietos en navidad, obligan al abuelo a concentrarse en su guayaba. La mecedora no deja de mostrar su arte.

De pronto, el abuelo advierte que su guayaba, ya en sus últimas, no tenía ningún gusano.

Los pájaros visitantes emigran, el perro calla. Afuera, el mundo vuelve a su masacre diaria. Buses, taxis, gritos, polución. Las gotas de agua que guindan de los alambres de la ropa se aferran a ellos con frenesí. La abuela cierra la llave, seca sus manos, y se acerca a su hombre. Le besa en la cien.

Ambos lloran y los turpiales de la jaula piden más higos.


Los abuelos, más hijos.

Por
Juan Esteban Villegas
Agosto, 2009.